martes, 7 de febrero de 2012

Siempre se puede estar más abajo



 El Ukelele suena. Teletransporta. Tranquiliza. Su sonido, ajeno a esta película, tiene una sola relación, que es la playa, el descanso, el “aloha wai”, un oasis fuera del mundo de cemento que suele rodear a la gran mayoría de los espectadores. Las palabras con las que nos recibe el personaje de George Clooney nos ponen en clima. No hay tal paraíso. No existe.


 Los descendientes (The descendants, Alexander Payne, 2011) es una historia simple, chiquita, de esas que se cuentan en 5 minutos y se logra explicar ampliamente; con golpes tan bajos como necesarios. Una familia que se está por destruir, un padre que no fue padre, y que ante la inminente muerte de su mujer tiene que hacerse cargo de dos hijas, de las cuales no sabe ni sus gustos. Que también es un hombre que tiene que hacerse cargo de una decisión, en nombre de todos sus primos, que equivale a ser millonarios pero traicionar sus principios. Y que se lleva la gran decepción de su vida ante una infidelidad de la que se entera ya con su mujer en coma irreversible.

 Es un pobre tipo. No puede reclamarle explicaciones a nadie, no puede caerse ante la adversidad constante, tiene que ser sostén de las emociones de sus hijas, es responsable de llevar la noticia fatalista. Este Matt King de Clooney es un personaje tan bien logrado que es imposible no conmoverse. Esta humanización del actor hasta remite a pasajes de E.R. Emergencias (E.R., 1992-2009), donde aún no tenía ese traje estereotipado puesto con el que se vistió su actuación después. Cuesta identificar cual es la fuente de energía para seguir del protagonista. Quizás porque no haya hecho las cosas tan bien anteriormente, y quiera redimirse, al darse cuenta que no había vivido.

 El ukelele sigue sonando. Contrasta. Incomoda. Ya no tranquiliza, sino hace querer que se termine, que se apague ese ruido. La elección de hacer presente este instrumento en cada transición, en cada espacio sonoro vacío, lo hace también para jugar con el espectador. Payne juzga esa relación que antes teníamos con esta melodía. La destruye. La reformula. Ahoga gritos. A cielo abierto, en un lugar hermoso, no deja escape, no hay tiempo para el desahogo. El cielo gris permanente, amenazante, no es casual. Donde uno siempre imagino alegría, solo reina la tristeza. La belleza imponente se vuelve inerte.

 Es un film de relaciones humanas. De relaciones que se caracterizan más en miradas que en diálogos, que demuestran sentimientos a través de expresiones corporales. Las palabras solo se vuelven importantes en la despedida, momento crucial y de frases de guión tan clichés como hermosas. El que escribe no vio las anteriores obras de este director, pero sí ha leído y sabe que siempre retrata al hombre y sus crisis. El que escribe, celebra no tener la posibilidad de caer en la comparación con las otras películas. Poder encontrar la crudeza de esta historia sin sentir que es una reedición de sufrimientos ya mostrados, poder sentir la pureza del mensaje transmitido, aunque sea duro, triste y profundo, es poder ser más objetivo. Y más permeable. Y resultó.

El ukelele ya no suena igual, o al menos, con el recuerdo fresco aún, no me hace acordar a la playa, sino que me hace sentir esa angustia hermosa de espectador conmovido. Porque por amor al arte, no está mal sufrir un poco.


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La nota no está corregida, se admiten comentarios, siempre necesarios, y bien recibidos. Gracias por leer.

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